Mientras más ignorante es el individuo más limitado es el
campo de su expresión.
Por lo tanto, se dice que la persona ignorante está confinada
dentro del anillo formado por la circunferencia exterior de su conocimiento.
En el individuo medio, esta inhibición es tan notoria que se
le ha comparado a un sepulcro en el cual las divinas potencialidades yacen
enterradas, esperando el llamado de la conciencia que libere al Ser aprisionado
con el desarrollo del círculo del conocimiento.
Frecuentemente oímos que hay personas que tratan de vivir
eternamente y en ciertas ocasiones, alguna publicación científica declara que no hay ninguna causa razonable de la muerte y que la gente debería vivir, por lo menos, quinientos años en buena salud.
Uno de los casos más patéticos que conocimos, fue el de un
individuo que quería seguir viviendo por siempre y que, aun en el momento de
su muerte, se revelaba contra la idea de la disolución física.
Esto nos lleva a un importante hallazgo, o sea, que:
la mortalidad no es nada más que la aceptación
de la realidad de la muerte.
La muerte no es un proceso físico, sino un concepto intelectual.
La muerte no es el arrojar la envoltura física, ni la vida la
perpetuación del cuerpo físico.
En los Misterios de la Pirámide, los sacerdotes egipcios,
conociendo las fuerzas ocultas de la naturaleza, concertaban el envío del alma
del neófito, en la forma de un ave, fuera de su cuerpo físico, a vagar durante
tres días y sus noches por los campos Elíseos.
Al retornar a su forma física y despertar de su trance, el
nuevo iniciado era declarado inmortal, no porque no se desprendería de su
cuerpo físico cuando muriera, sino porque había comprendido que él no era su
cuerpo y que su verdadero Ser es lo
realmente inmortal.
En la realización de esta inmortalidad él podía contemplar el
futuro de un período ininterrumpido de conciencia, vida y actividad a través de
innumerables milenios.
El ignorante ya está muerto.
Aquel que ha alcanzado las cimas más altas de la filosofía,
vive eternamente, aun cuando su cuerpo sea quemado en la pira y sus cenizas
arrojadas al mar.
Cuando Sócrates bebía la cicuta, Critón le dijo:
“Maestro, ¿Qué quieres que hagamos contigo
después de muerto?”
Y Sócrates contestó:
Podéis hacer lo que os plazca si podéis
agarrarme;
¡Pero, tened cuidado que no me escurra de entre vuestros dedos!”.
El individuo que sólo vive la vida física no ha desarrollado
las cualidades de su naturaleza superior y es incapaz de funcionar
conscientemente en los mundos sutiles que están más allá de la tumba.
Cuando deja caer esta envoltura mortal, se sumerge, por lo
tanto, en la inconsciencia, pues no construyó las facultades que le permitirían
permanecer consciente en los planos superiores.
Sin embargo, cuando el filósofo iluminado desarrolla las
facultades del alma y despierta sus poderes trascendentales, la muerte deviene
sólo en una ilusión; porque, aunque su cuerpo físico muere, su conciencia no se
altera por haberse separado conscientemente de su cuerpo.
Continúa viviendo,
pensando y sintiendo.
Habiendo entrado en la luz, permanece por siempre en la luz.
La inmortalidad consciente es el eterno premio para aquellos
que alcanzan las más altas formas de entendimiento mental y espiritual.
Los griegos enseñaron que si el alma se centraba en la
naturaleza sensual, era prisionera del cuerpo y por ello, moría con el cuerpo.
Pero,
si el alma se elevaba durante la vida por sobre las cosas físicas e ilusorias,
sobrevivía a la desintegración de su cuerpo y continuaba su búsqueda de la
última Realidad.
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